Un solitario transeúnte huye del bullicio que lo ahoga y vuelve a casa, solo. No tiene compañía en ese oscuro capitular del día, aunque tampoco la quiere.
Camina sin pensar, dejándose llevar. Sabe adónde ir y cómo llegar; muchas veces recorrió la misma ruta que le guía de camino a casa, pero esta vez es diferente. La situación es diferente, él se siente diferente.
La catarsis del momento desató la lucha interna de las emociones encontradas y el hombre se encontró a sí mismo debatiéndose a ciegas en mitad de una noche que se antojaba apacible.
No llueve, hace calor y el viento apenas se deja arrastrar por la calle transformado en una suave brisa. Es esa brisa la que empuja al transeúnte a no detener sus pasos aunque se siente desfallecer. Se siente caer, fallar de nuevo tras empezar una y otra vez. Y no puede evitarlo.
En la noche sin luna más oscura en mucho tiempo, el caminante se funde con las calles y se confunde entre la oscuridad, débilmente rota por la luz tenue de alguna farola que asiste impasible a la lenta tortura interior que sufre.
¿Dónde quedó la ilusión?
La ilusión se hizo añicos cuando el hombre descubrió que lo que perseguía como un loco no era sino una estrella brillante como ninguna, cuya fuerza y poder no podía controlar.
Vio su deseo inocente tal y como era: un estúpido e ingenuo intento de ganar sin pelear, de conseguir lo mejor sin merecerlo.
A pesar de que se prometió ser valiente, en esta noche sólo deja espacio para la desolación. Las lágrimas brotan de sus ojos y caen abandonadas al suelo, donde mueren engullidas por el silencio y la soledad. El transeúnte del andar derrotado quiere gritar, desgarrarse el pecho y por un instante, dejar de respirar para no pensar, para que los remordimientos y el dolor y la culpa no lo atormenten más. Como no puede, simplemente se limita a llorar como un niño pequeño que se refugia en su pena para expulsar lejos lo que amenaza con quebrarlo. Y vaga...
Las luces le indican el camino y la melodiosa melancolía le sujeta la mano para ayudarle a continuar. Un paso tras otro y, con suerte, el descanso le proporcionará la paz que necesita.
El solitario que camina con su sombra como única compañera mira al cielo y se lamenta sin parar, maldiciendo su estupidez. Quiere luchar, esta vez más que nunca, pero no creía que tuviese que empezar tan pronto. Tiene miedo.
Y no es de lo ajeno de lo que se asusta; se asusta de sí mismo, de lo que está arriesgando, de lo que puede perder, de lo que está poniendo en juego.
Por vez primera en una larga época sabe que tiene ante sí la respuesta que buscó desesperado y que jamás encontró. Llegó entonces a dudar de su existencia hasta que tras un parpadeo repentino se encontró frente a frente con ella.
En la noche de las emociones encontradas, los pasos y las lágrimas desesperanzadas, la luz del nuevo día purifica lo que quedó viciado y por un brevísimo segundo proporciona la visión idílica de ese horizonte que, si bien lejano ahora, permanece inamovible en el futuro cercano esperando, quién sabe, a ese caminante errante eternamente dispuesto a alcanzarlo.
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