Has sido una montaña rusa de emociones y momentos.
Fuiste una compañía perfecta.
Y desapareciste.
Me has conducido a toda velocidad, sin casi darme cuenta, siguiendo un trayecto sinuoso lleno de ascensos fugaces que parecían que me harían alcanzar el sol y, al mismo tiempo, de descensos vertiginosos, casi kamikazes, cuyos finales parecían ser estrellarme contra el suelo.
Me llevaste lejos, arriba, donde todo era brillante, luminoso, hermoso; también me empujaste con violencia hacia abajo haciendo que me tropezase y me diese de bruces contra el suelo una, dos y tres veces, los huesos frágiles como la tierra y el corazón convertido un poquito más en piedra.
Y al final, aquí estamos. Otra vez. Diciéndonos adiós de nuevo.
Una vez más y como siempre.
Donde antes hubo vida y momentos, ahora sólo quedan polvo y recuerdos.
Y muy a pesar de todo, te doy las gracias por enseñarme a paladear el sabor fresco y tierno del cielo y la sequedad y amargura del polvo.
Porque no hay luz sin oscuridad ni felicidad y alegría sin tristeza y melancolía.
Porque volvería a vivirlo todo otra vez desde el primer segundo hasta el último.
Porque mereció la pena.
Y porque para poder soñar con alcanzar el cielo no sólo tienes que partir del suelo, sino que además tienes que volver a él en repetidas ocasiones para empezar de nuevo, para darte golpes, muchos, y aprender así a ser mejor y más fuerte.
«¿Por qué nos caemos, Bruce?»
«Para aprender a levantarnos.»
Y hoy brindo por ti, que te fuiste.
Por todo lo que me has dejado, lo que me has dado y lo que me has quitado.
Y brindo también por ti, recién llegado.
Por todo lo que me dejarás, lo que me darás y lo que me quitarás.
Resulta difícil tener que abandonar un lugar al que durante mucho tiempo has considerado tu hogar. Porque a pesar de ser pequeño, poco acogedor, a veces oscuro y otras veces lúgubre, era tu refugio, tu lugar seguro, aquel donde encontrabas sosiego, calma y paz. Donde siempre podías volver para alejarte del ruido, para acallar las voces que resonaban en tu cabeza. A donde volvías para ser y sentirte tú mismo, feliz.
Y precisamente porque aquel era tu lugar decidiste hacerlo tuyo, o al menos intentaste hacer de él un lugar al que supieses que siempre tendrías ganas de regresar, aunque fuese a costa de dejarse la piel por el camino.
Lo que parecía confortabilidad, estabilidad, de repente dio paso a la más absoluta inseguridad. Todo se volvió incierto, gris, y donde antes hubo calma ahora sólo había temor, miedo, rabia.
Se desató la tormenta.
Y te olvidaste una ventana abierta, porque todo era hermoso y afuera, en la calle, lucía el sol en la mañana en que todo cambió.
Frío.
La primera gota de lluvia se coló a través de los cristales abiertos y al instante se transformó en una aguja de hielo que fue a estrellarse en la repisa con violencia, rompiéndose en una miríada de pedazos que se esparcieron por el suelo. Y allí estaban, esperando a ser reunidos de nuevo, cuando una ráfaga traviesa de aire se adentró en la habitación y dispersó aún más los cristales, alejándolos entre sí.
Y llegó el vendaval. Y con él, la señal inequívoca de que, a pesar de todo, algo estaba a punto de cambiar.
Entonces, ese lugar pequeño de repente adquirió una dimensión casi desconocida, una cara que nunca había mostrado antes revelando todo lo que celosamente había guardado dentro de sí; todo aquello que un día decidiste entregarle y que, hasta aquel momento, había permanecido oculto a salvo entre los muros de la habitación.
Fue así como descubriste un sinfín de imágenes decorando unos muros que sólo te habían mostrado su aire hostil, imágenes de mil instantes que trajeron a tu cabeza un torrente infinito de recuerdos, de días de verano y de invierno, de tardes lluviosas al amparo de un café o una manta en un sofá, de viajes, de lugares lejanos maravillosos y de noches que tuvieron un sabor y un color especial.
En algún lugar sonaban decenas de canciones que te transportaban muy lejos de allí, o acaso simplemente traían esencias de momentos y lugares de un pasado casi perdido en el tiempo de vuelta a aquel presente convulso. Pero era maravilloso dejarse mecer en aquel suave vaivén.
Sobre una pequeña mesita, en un rincón, había también un jarrón con unas flores que desprendían la fragancia más deliciosa del mundo, una que juraste jamás olvidar y esa que no querrías tener que forzarte a perseguir nunca más.
Tu lugar más preciado, ése que siempre había estado allí porque habías dado por supuesto que siempre estaría allí adquirió de repente una apariencia completamente nueva. Por un brevísimo momento todo se sintió fugaz, momentáneo, efímero.
Y entonces la brisa agitó suavemente las fotografías, acalló la melodía de una canción, borró del aire el olor de un perfume y consiguió erizar el vello de tu piel. Así fue como te diste cuenta del valor de todo lo que había recogido en aquella habitación; de lo que significaba para ti y de lo especial y extraordinario era aquello que atesorabas en lo más profundo de tu corazón.
Sentiste frío. Y sin querer diste un paso y algo crujió bajo tus pies.
El chasquido del cristal roto al volver a hacerse añicos.
El viento se hizo más intenso. Las flores cayeron al suelo. Algunas fotografías decidieron dejarse arrastrar por la corriente.
Y tú, en ese preciso instante, sentiste que algo te empujaba a abandonar aquel lugar.
Porque llegó el huracán. Y arrasó ante tu mirada atónita todo aquello que con tanto esmero habías luchado por querer, cuidar y hacer brillar. Así, poco a poco, se fue desmoronando la ilusión en la que se había convertido tu realidad, y como un espejo revelando el reflejo de su cara oculta, se mostró frente a ti la cruda, dura y vívida imagen de la desolación.
Soledad.
Desesperación.
Con lágrimas en los ojos, mientras la puerta que había junto a ti se iba cerrando poco a poco, te viste forzado a despedirte, a decir adiós, a dejar atrás todas y cada una de las cosas que habían hecho de aquella habitación tu refugio y tu hogar.
En contra de tus deseos, de tu corazón y de tu voluntad renunciaste a tu bien más preciado y abandonaste la habitación con la conciencia segura de que no regresarías jamás.
Pero, justo antes de que se diesen su abrazo definitivo, por un resquicio que quedó entre puerta y pared el viento deslizó suavemente un pétalo de una de las flores que habían quedado para siempre olvidadas en el suelo de la habitación.
Aún temblando, renqueante, te agachaste y recogiste aquel regalo súbito con sumo cuidado.
No había vuelta atrás.
No quedaba nada atrás.
La puerta estaba cerrada.
Hacia adelante, sólo incertidumbre.
Pero por el momento, y en aquel instante, una cosa era segura. Aquel pétalo era real.
Te pierdes. Sucede lo imposible; lo que no tiene sentido ni razón de ser, lo que no puede pasar; lo que es tan sólo imaginable.
Lo que únicamente existe en las infinitas y maravillosas profundidades de tu mente, lo que habita en sus rincones más escondidos. Lo que desaparece fuera de ella; lo que es incapaz de soportar un rayo de sol con la llegada de cada nuevo amanecer.
Lo que se extingue tan rápido como un relámpago en una noche de tormenta.
Un sueño.
Y entonces, te pierdes. Te abandonas. Te dejas mecer por ese dulce vaivén tranquilo que te lleva a un lugar mejor. Un lugar lejano que sólo existe en ese preciso instante.
Tus manos se pierden, tus labios se pierden... De tu boca salen palabras que no recuerdas; tus oídos captan frases que al poco se desvanecen; por tus ojos circulan rápidas mil imágenes que no aciertas a grabar en la memoria.
Todo es fugaz, brillante y extraordinariamente extraño.
Pero eres feliz allí, porque lo tienes todo y nada más. No necesitas más.
Algo dentro de ti sonríe sin medida.
Paz.
Y entonces, te despiertas.
El hechizo se rompe; la magia desaparece.
Intentas aferrarte a la inconsciencia desde un lugar demasiado vívido, demasiado real, demasiado tangible.
Y cuando te das cuenta de repente de que todo se acabó para siempre, eso que habitaba dentro de ti y que hasta hace no mucho antes sonreía, ahora se rompe.
Hoy, por primera vez, voy a ser yo, en primera persona y sin simbolismo ni metáfora de por medio, quien deje aquí grabados todos esos pensamientos que sangran en mi cabeza a través de las palabras y que, más pronto que tarde, conviene dejar salir para que quede constancia de que vivo con la sólida convicción de que lo bueno, cuando existe, debe ser enseñado al mundo para dar las gracias por ello. Porque es efímero; porque nunca sabes cuándo o cómo puede acabarse y porque no hay cosa que más miedo me dé en este mundo que dejar pasar la oportunidad de realzar el valor de algo maravilloso... cuando ya sea demasiado tarde.
O porque, tremendismo aparte, acumular cosas en espacios finitos sólo contribuye a aumentar el desorden cuando el tiempo tiende a (infinito) ser largo. Porque hay que oxigenar las células, la sangre, la cabeza y la vida. Y el mundo. Al mundo le falta oxígeno, vida, y eso sólo podemos dárselo nosotros.
¿Cómo?
Dando valor a todas aquellas cosas que lo poseen.
Ensalzando el valor del presente efímero para que así la impronta dejada por el desgaste del tiempo sobre el pasado pueda conservar intactos su brillo y su color.
Vivo en una ciudad inmensa, llena de edificios altos, de calles amplias y no tan amplias, de jardines, de parques y de una marea incansable de corazones palpitantes que abarrotan las plazas, las aceras y hasta los rincones más profundos de la tierra firme. Vivo en un lugar extraño, rodeado en mi mayor parte de gente desconocida, haciéndome dueño de una vida que estrena una dinámica completamente nueva y diferente. Diferente de lo que fue durante varios años.
Ayer, y también ahora, mientras escribo esto, en la ciudad en la que vivo el cielo lloró y llora todo lo que pudo y puede, acaso intentando hacerme burla para dejarme claro que aquí no soy más que un recién llegado. Uno que, tal vez, sólo esté de paso.
Las aceras mojadas, los edificios tristes y el cielo gris me hicieron entonces echar la vista atrás y me transportaron a otro momento y a otro lugar, uno al que durante mucho tiempo consideré un hogar. Y quise volver. Con todas mis fuerzas. Quise recuperar lo perdido. Quise volver a sentir la sensación de ser un nómada en una tierra que te recibe con los brazos abiertos y que te permite, incluso temporalmente, echar raíces y nutrirte de ella.
Quise volver a sentirme en casa. En un lugar querido, en calles que me reconozcan al pasar, en parques que me sonrían al pasear. En una ciudad pequeña, de calles anchas y no tan anchas, de grandes cuestas, de hermosos parques, de muros fríos y cielos abiertos al sol y al viento del norte. Cerca del mar.
Feliz.
Pero, por encima de todo, quise recuperar momentos, instantes, recuerdos... y a sus protagonistas.
Tengo la fortuna de haberme podido traer en la maleta un buen puñado de los frutos recogidos tras cuatro años de cosecha, y doy gracias por ello cada día. Y doy gracias también de poder sentir cerca a todos y cada uno de los que no están, pues en la distancia, a pesar de ella, los recuerdos cobran valor y el pasado se hace ligeramente más vívido.
Pero no están. Y aunque no me cabe duda de ello, necesito un segundo más para que la idea acabe por calar en mi conciencia. Entonces miro las fotos que cuelgan de las paredes de mi habitación y me doy cuenta de todo lo perdido. Todo lo que era inevitable que perdiera. Todo lo que desapareció al pasar página; todo lo que quedó atrás; lo que abandonamos en busca de nuevos horizontes y nuevos objetivos.
Así fue como añoré lo que fueron los mejores años de mi vida y todo lo que me trajeron. Los lugares, los momentos y las personas. Los mejores de mi vida.
Mejores.
Vida.
"Sólo hay dos cosas que podemos perder: el tiempo y la vida;" - dice una de las frases que tapizan también las paredes de mi habitación - "la segunda es inevitable, la primera imperdonable". Y si algo no hice durante los últimos cuatro años fue, precisamente, echar a perder el tiempo que me regalaron.
Di todo lo que tenía en mí para asegurar que así fuese y quizá eso contribuyese a alcanzar la cima, pero sé que sin ayuda no podría haberlo conseguido.
Una buena amiga me dijo una vez, a una hora parecida a esta en la que escribo esto, con luz tenue y en un sofá muy cómodo, una cosa que le había dicho su madre un día: "Recuerda que viniste aquí a disfrutar".
Desde entonces, me la repito en muchas ocasiones. Vine a disfrutar, yo también, y vaya si lo hice. Lo conseguí.
Lo echo de menos. Y quiero volver.
Quiero volver a sentir lo que es sentirse en casa, en mi tiempo y en mi lugar.
Pero es imposible.
Porque el presente fue fugaz y el pasado ahora se antoja efímero.
El golpeteo de las gotas de lluvia en los cristales me trajo de vuelta a esta, mi nueva realidad. Y al hacerlo, me sentí tan triste y tan feliz a la vez que se me ocurrió pensar que si mañana dejase de respirar o el sol se convirtiese en supernova y el mundo se fuese a la mierda, sería una lástima no haberle dicho a nadie esto que se me pasa ahora por la cabeza.
Las cosas hermosas.
Esas que, creo, a cualquier ser humano de este maravilloso planeta le gustaría oír.
Esas que, por alguna razón desconocida que no soy capaz de comprender, nos cuesta tanto decir.
Hoy, cuando el pasado me sonríe desde la seguridad de la distancia que le confiere el paso del tiempo, me acuerdo de todos y cada uno de vosotros los que me dejasteis acompañaros en distintos momentos y de distintas formas en el camino de los últimos cuatro años; cuatro años que me ayudasteis a convertir en los más especiales y los más maravillosos que podría haber soñado con disfrutar.
Gracias, una y otra y mil veces más. Creo habéroslo dicho en algún momento y de alguna forma (quizá) poco explícita; si no es así, ojalá algún día podáis llegar a daros cuenta, si no lo habéis hecho ya por vosotros mismos, de cuánto significaron, significan y significarán para mí.
Gracias por regalarme un pasado efímero para recordar siempre aquí y ahora, en el presente.
En una nueva ciudad.
En el futuro, donde ojalá tenga la mitad de la suerte que tuve antes.
Se nos va de las manos, como arena escurriéndose entre nuestros dedos.
Los planes para el futuro inmediato se convirtieron en algo pretérito, recuerdos que se fueron a colocar en lo alto de esa pila inmensa de todas las cosas que pasaron sin que nos diésemos cuenta y de las que querríamos haber exprimido su jugo un poquito más.
Todo va muy rápido, y parece demasiado difícil no dejarse llevar por la corriente. Todo nos arrastra a mantener ese ritmo frenético de cadencia incansable que, sin embargo, se ocupa de ir agotándonos poco a poco. De ir minando nuestro entusiasmo, nuestra alegría y nuestra felicidad. De instalarnos en un nuevo hogar donde los armarios están vacíos, donde el eco de la melancolía resuena en los pasillos y donde la única compañía que encontramos en el sofá es la de la soledad. Y así, sumidos en esa vorágine diaria de continuidad, de rutina y de normalidad nos vamos introduciendo dentro de nosotros mismos, creyendo así que nos protegemos ingenuamente de algo que, en realidad, lo único que hace por nosotros es empujarnos más y más hacia abajo.
Y así transcurre el tiempo. Un día tras otro, como hojas que caen al suelo conforme el otoño deja su rastro a su paso por el mundo.
Sin embargo, siempre hay algún momento que consigue infiltrarse entre la niebla para transformarse en una bocanada de aire fresco que despierta al espíritu alicaído y le empuja a creer que aún hay razones suficientes por las que mantenerse a flote.
Y entonces levantas la cabeza al cielo, donde no hay polvo ni asfalto ni hormigón que reduzcan tu visión ni empequeñezcan tu mundo. Buscas un aire limpio que dificultosamente llega a lo más profundo de tus pulmones, pero no te importa. Un rayo de sol se arroja sobre tu cara. El tiempo se para.
Los granos de arena quedan retenidos en la palma de tu mano.
El futuro, de repente, se desvanece ante tus ojos y no hay nada más que tú, en ese instante. Tú y lo que hay en ti, que es todo eso que fue antes y mantienes contigo ahora. Te detienes en ese momento, lo paladeas y te sumerges en lo que lo precedió; en todo lo que fue bonito y mereció la pena; en todo lo que te hizo llegar a donde estás ahora, de la forma en la que estás ahora.
Qué hermoso es poder encontrar ese momento de calma, sosiego, donde el mundo desaparece a tu alrededor y sólo estás tú y lo que hay en tu cabeza... El recuerdo de todos esos lugares, instantes y personas que están o no, ahora, pero sin cuya existencia inmortal en tu memoria la configuración de la realidad, tu realidad, no tendría sentido alguno.
La realidad que cimienta tu presente.
La arena que se escurre entre tus dedos.
El tiempo que debes cuidar; el instante que debes encontrar para detenerte, buscarte y encontrarte...
Abrí la ventana y al instante una corriente gélida se coló a través de ella al interior de la habitación. Un escalofrío recorrió mi espalda. Afuera, en la calle, llovía. Era una mañana gris, triste, de un otoño que había aparecido, según decían, de repente y hacía no mucho.
Dejé que el aire me golpease en la cara, y volví la cabeza hacia atrás. Paredes blancas. Había silencio, pero las sábanas estaban hechas un ovillo sobre la cama.
Cerré la ventana.
Esa ventana daba a una ciudad nueva y extraña para mí. Una noche fría. La emoción y la impaciencia del viajero que viaja por primera vez a un lugar desconocido. Una mirada de sorpresa. Brazos abiertos. Frío y calor. Volver.
Un hogar.
El cielo amaneció radiante y la ciudad desplegó sus encantos a los ojos del viajero dispuesto a dejarse encandilar. Bicicletas aquí y allá crearon estelas incontables a su paso por las calles de aquella hermosa ciudad. El agua arrancó destellos de oro al sol en los canales que engañaban con dejarse llevar hasta el mar. Y en ellos había barcas pequeñas, barcas que desafiaban a la corriente y al paso del tiempo y hacían que en aquella radiante tarde de otoño hubiese muchas razones por las que celebrar.
El viento era frío. Pero por dentro hacía calor. El mismo que sentía al tomar entre las manos un tarro de cristal con una vela en su interior.
El tiempo vuela, y se escapa sin que puedas correr tras él. Ni una bicicleta es suficiente. Es lo más valioso que existe para nosotros. Y todavía lo es más si cuando sucede, en el momento presente, te sugiere que precisamente lo que está ocurriendo es potencialmente capaz de convertirse, antes de que puedas darte cuenta, en algo que querrías recuperar después para no olvidar jamás. Y así es, ni más ni menos, como se construye un sueño.
A veces, sin embargo, lo malgastas. Porque tienes mucho y porque te olvidas de que a pesar de todo apenas dura lo que dura un segundo. Y porque aunque sepas lo que debes evitar que suceda, eres incapaz de luchar contra lo que eres y lo que sientes.
Y así se va, sin más ni más. Y la noche cae de nuevo y el mundo se oculta en las sombras. Y hace frío, y hace viento, y llueve. Por dentro y por fuera. Por dentro llueve porque se ve el final, ese desenlace que conduce a mar abierto. La corriente es más fuerte que tú, y no es hasta que lo aceptas cuando sobreviene la calma. Sosiego. Paz.
Entonces todo es más suave, más cálido. Los pies mojados apenas se notan ya. Una sonrisa desempaña la visión nublada de tus ojos. La mañana gris en la ciudad triste no se abandona a perder todo su color. Los bellos jardines luchan por brillar y los edificios imponentes y majestuosos se resisten a pasar desapercibidos.
Y al final, despiertas. Porque todo es efímero. Pero mientras es, aquí y ahora, es insuperable. Como una taza de chocolate caliente con un trocito de bizcocho de limón.
Podría ser diferente, quizá. Y mejor, quizá. Sí. O quizá no; aunque en el fondo, poco importa. Porque lo mejor de todo, lo realmente valioso es lo que tienes frente a ti, al alcance de tu mano. Lo que se muestra ante ti tal y como es. Lo que se circunscribe a existir en este instante y en este lugar, contigo.
Este lugar de esta ciudad maravillosa que no querrías tener que abandonar.
Al final, todo pasa. Y al hacerlo deja tras de sí un rastro que no se puede borrar, como la estela de un barco en el canal.
Al final aquel paréntesis maravilloso quedó cerrado con un sello. De lo que fue entonces.
Volví a alzar la cabeza hacia la ventana.
Afuera, en la calle, había dejado de llover.
Cerré los ojos.
Al volver a abrirlos soñé con despertar en otro tiempo y en otra ciudad.
Y me dejé arrastrar por la corriente, hacia el mar.
Tengo un amigo que nunca se saca fotos, o te enseña fotos, o ve fotos. Lo suyo son siempre fotografías. Y te lo dice así, con esa media sonrisa suya porque -o eso intuyo-, sabe de lo relativamente cómico de la situación. Parece acaso rimbombante, excesivo, innecesario, emplear tanto esfuerzo en pronunciar una palabra que, ahora que se recurre a ella tanto, puede resultar tan práctica como decir foto.
A veces me reía de él cuando lo decía. Porque me parecía gracioso. Pero desde que lo oí por primera vez, no he dejado de pensar que quizá sea una lástima reducir a la mínima expresión la palabra que mejor define aquello que es capaz de dejar patente que algo sucedió, que fue real y que aquel instante en aquel momento lo fue todo para ti.
Porque es lo único capaz de luchar contra el paso del tiempo. Porque es el único arma para defenderse del olvido. Porque es la mejor aliada de nuestra memoria y la mejor amiga de nuestros recuerdos.
Fotografía.
Me encanta repetir esa palabra una y otra vez en mi mente. Porque tiene un sonido especial y porque trae consigo un montón de -valga la redundancia- imágenes vívidas (y vividas) a mi cabeza que consiguen hacerme sonreír.
Es una pena comprobar cómo se ha devaluado el significado genuino de una fotografía, lo que es y representa. Porque primero era un privilegio y un regalo y se acabó convirtiendo en poco más que un producto desechable que no cuesta nada y tampoco representa nada.
No representa nada... ahora. Pero, ¿qué hay de mañana, o pasado; o dentro de un año, o de cinco? ¿Qué sucederá cuando rebusques en el baúl de los recuerdos y te topes con un vacío del que no podrás rescatar ningún momento valioso? Un lugar al que no podrás regresar, un instante que no podrás volver a rememorar, colores que no volverás a contemplar, miradas que se perderán, sonrisas que desaparecerán...
Y entonces sólo aquella preciosa suspensión en el tiempo y el espacio que se convirtió en una fotografía será capaz de salvarte. Y te mostrará todo aquello que ya no recordabas o que habías olvidado. Una fotografía es un ancla que te ayuda a mantenerte con vida, que te permite echar raíces en un fondo firme cuando el mar está embravecido para impedir que te dejes ir sin más ni más, a la deriva.
Es una conexión con la vida. Es un regalo del presente venido desde el pasado. Un lugar al que puedes volver para maravillarte con todo aquello que un día fue y que ya no será nunca más.
Mirar una fotografía y observar esa sonrisa. Pensar que alguien, quizá tú, incluso, era feliz en aquel instante. Contemplar ese lugar en el que alguien estuvo, o quizá tú, incluso, y que consigue todavía sobrecogerte con su belleza.
Tomar una fotografía. Soñar que el tiempo conseguirá hacer de ella algo especial. Imaginar en lo que se convertirá, lo que podrá llegar a significar. Sentir que estás creando un recuerdo irrepetible que nunca se podrá borrar.
Me encanta pensar que las fotografías son el billete más barato hacia el lugar más maravilloso de todos; ése que es nuestra vida y ése que cada uno de nosotros construye cada día con un único objetivo: el de, en algún momento, desear volver aunque no podamos; el de querer echar la vista atrás aunque sea sólo a ratos para percatarnos de que tal vez aquel día, o quizá también hoy, fuimos y somos felices y que es aquí, entre mis manos, donde está la prueba de ello. De que existió, de que fue real, auténtico y hermoso. De que estuviste allí, en aquel instante. Donde querías estar. Con quien querías estar.
Y de que quedó para siempre impresionado en este trozo de papel.
Y ves el valle y las montañas. Y te dejas sorprender por su belleza.
Intentas dar un paso, pero no puedes.
Vuelves a echar la mirada atrás para contemplar el final de la tierra, la playa y el punto en el que el cielo se funde con el mar.
Tu mirada se dirige al frente de nuevo. El objetivo está delante. No está lejos. Apenas lo rozas con la yema de los dedos.
Sólo necesitas dar un paso. Uno más, tan rutinario como fueron los que precedieron al último. Pero no puedes, pues hay algo que te lo impide.
Giras la cabeza y miras en derredor. Te sorprenden las vistas que se te ofrecen desde donde te encuentras, porque las luces de la ciudad iluminan calles llenas de gente y calles desiertas que te traen a la memoria el recuerdo de un sinfín de momentos que ahora parecen infinitamente lejanos.
Intentas avanzar, porque es lo que debes hacer, y te das de bruces con un muro invisible. Uno que, además, no esperabas.
Y de repente, al otro lado de ese velo aparente que te niega la posibilidad de caminar se revela la oscuridad. Vacío.
Por primera vez no quieres continuar. Porque hay demasiado en juego y porque no aciertas a vislumbrar un resquicio por el que escaparte o un seguro al que aferrarte en caso de que algo vaya mal.
Por primera vez mirar hacia adelante te obliga a dejar de mirar hacia atrás. Pero no quieres. Y por eso, lo haces, porque el paisaje que se extiende ante tus ojos es un lugar que no querrías tener que abandonar.
Cierras los ojos.
Algo se sacude; sientes que se resquebraja lenta pero inexorablemente.
Lo que no sabes es si lo que se está rompiendo está dentro o fuera de ti, delante, mientras esperas para poder avanzar.
Hay algo que es seguro, no obstante. Lo que para siempre ya queda atrás permanece intacto, a salvo de cualquier vendaval, protegido de cualquier desenlace, cualquier final.
No mucho tiempo después estás en el mismo lugar. Un entorno parecido, una atmósfera cálida, un momento especial.
Algo tira de ti hacia atrás, fuerte, para alejarte. Asistes así al desenlace de un instante del que eres protagonista pero del que te sientes poco más que mero espectador.
Todo se empequeñece, y no puedes hacer nada por evitarlo. Y tampoco eres consciente de lo que sucede, aunque algo te dice en el fondo de tu cabeza que pronto adquirirá un significado radical.
La vida es un conjunto finito de
días que se suceden uno tras otro sin que apenas seamos conscientes de la
velocidad con la que lo hacen. Es triste, en parte, porque cada día del
calendario es único e irrepetible. Es inevitable, también, porque parecen
tantos los que quedan por llegar que es difícil intentar atribuir a todos el
verdadero valor que atesoran.
Cada día recibimos un regalo con
la salida del sol y nos deshacemos de él al atardecer sólo para que nos obsequien
con uno nuevo con la llegada del siguiente amanecer. Y durante el tiempo que
disfrutamos de este regalo procuramos darle el mayor y mejor trato posible para
que resulte útil, valioso y bonito. Y así vivimos, en inercia constante,
dejándonos llevar porque, al fin y al cabo, es fácil hacerlo.
Llenamos los días con momentos
aburridos, con momentos duros, con momentos difíciles, con momentos tristes,
con momentos cotidianos, rutinarios, normales; con momentos alegres, con
momentos positivos, momentos felices, inolvidables… Momentos.
La vida es una sucesión de momentos;
o tal vez es momento: una colección de fragmentos infinitesimales de tiempo y
espacio en los que sucede todo lo que nos hace llorar, reír, sufrir o
disfrutar. Todo se concentra en un instante que es única y exclusivamente presente;
todo lo que fuimos es así porque hubo un presente en donde decidimos ser así;
todo lo que seremos está en manos de nosotros mismos cuando decidamos elegir qué
hacer con el tiempo que se nos ha dado.
Presente.
Momentos.
Puede que sean tesis y antítesis
las que mueven el mundo, la existencia de polos opuestos, de blancos y negros,
luces y sombras. Y si es así, son generalmente la normalidad y la rutina, e
incluso la negatividad, quienes ejercen su dominio sobre los momentos de
nuestra vida. Quizá porque hay tantos que nos sobran y es difícil buscar el
valor de todos y cada uno de ellos. No obstante, lo bueno no es la norma. Y eso
no es un problema en sí mismo; el problema es no ser consciente de ello… y de
lo que significa.
Es difícil encontrar algo que te
emocione, que consiga hacerte temblar por dentro, que te erice la piel, que te
dé escalofríos, que te haga llorar (y sonreír) de felicidad y que, en
definitiva, consiga hacer de lo mundano algo extraordinario. Las cosas buenas
no deberían cambiar nunca, ¿verdad? Porque no abundan y porque son, sin duda
alguna, las que hacen que esto de vivir y coleccionar momentos merezca la pena.
Las cosas buenas a veces aparecen
sin que nos demos cuenta. Vienen sin ser vistas, suceden y se van. Con pena y
gloria, dejando tras de sí un recuerdo imborrable que pasará a formar parte de
esa colección de instantes con los que se construye una vida.
Al igual que sucede con lo
cotidiano, que acaba por perder parte de su esencia por su frecuencia de
repetición, así también uno se acostumbra fácilmente a las cosas buenas y las
acaba por esconder tras un velo de normalidad que las transforma en algo que no
son. Y es así como pierden su valor, y entonces empezamos a asumir que pasan
porque tienen que pasar. Damos por sentado que son habituales. Que después de
la primera vendrá otra, y otra, y otra más… ¿Por qué no?
La respuesta es sencilla: porque
no. Porque las cosas extraordinarias lo son precisamente porque son capaces de
proporcionarnos algo que se sale de la rutina, de lo ordinario, valga la
redundancia. Son más, mucho más que eso. Son la vida, o si no toda, las que la
dotan de sentido y valor y la hacen especial.
Pocas veces nos damos cuenta del
significado que tienen en nuestra vida cada uno de los momentos que la
componen, y mucho menos nos percatamos de lo poco que seríamos si no fuera por
los instantes que merecen la pena. Y por sus protagonistas.
La vida es un presente continuo;
esa sucesión de momentos irrepetibles que no existen en otro lugar que en el
aquí y el ahora. Es todo lo que hubo, hay y habrá. Nada hubo antes, nada habrá
después. Todo lo que vayas a ser, lo que vayas a decir y a hacer, a vivir y a
compartir debes hacerlo ahora. Hazlo ahora porque el pasado no existe, el
futuro es incierto y el presente es fugaz. No desaproveches jamás la
oportunidad de maravillarte con todo lo que ves, hueles, saboreas, oyes,
sientes y piensas porque nunca tendrá más existencia y valor que aquí y
ahora, en este momento.
No cedas a manos ajenas el poder
de cambiar tu presente y el de aquellos que te rodean. Di lo que sientes, haz
lo que quieras, vive como quieras vivir, porque si no lo haces ahora nunca
podrás.
No te permitas el lujo de pensar
que las cosas no cambian o que si algo ha pasado, o no lo ha hecho, va a volver a pasar, o a no hacerlo. No, no te
equivoques. El mundo y la vida se rigen por una dinámica impredecible que puede
hacer cambiar todo cuanto es valioso para ti de un instante a otro. Nunca sabes
lo que puede suceder en el instante que aún está por llegar. Y si hay algo que merece la pena, debes alzar la voz para
dejar constancia de ello, aquí y ahora, porque sólo así el mundo será un lugar mejor, tanto
para ti como para quien decida acompañarte en este viaje que es la vida.
La vida, que es momento.
Momentos.
Momentos que van; momentos que vienen.
Para bien o para mal todos son necesarios. Los buenos, además, son imprescindibles;
por eso debes luchar por encontrarlos, mimarlos cuando llegan y jurar por
cultivar aquello que te permita volver a toparte con ellos en el camino.
Las cosas buenas no deberían cambiar
nunca. Por eso agradece que sucedan, valora lo que te aportan y déjate la vida en
buscarlas. Aquí y ahora.
Y jamás pienses que son algo
diferente a extraordinarias maravillas.
Del presente.
Momentos irrepetibles que quién sabe si puedes estar viviendo por última vez.
"Hay caricias que duran incluso después del roce. Hay, a veces, personas a las que la distancia no puede separar. Y escalofríos provocados por el calor de un abrazo. Aún hay sonrisas de esas que parecen cualquier otro amanecer. Algunas noches tengo la sensación de que el camino corto también puede ser el correcto. Que, por una vez, la felicidad no depende de llegar a ningún sitio, sino de disfrutar del lugar en el que estamos. Sólo hay que cerrar los ojos. Cerrarlos con fuerza y acordarse de lo bonito. De la brevedad, el detalle, el momento. No se puede vivir como aquel que no recordó darse una oportunidad para ser feliz. Y agarrarse a la esperanza. Agarrarse con fuerza a las ilusiones. Y seguir. Seguir, parar, tomar aire. Respirar. Mojarnos bajo la lluvia. Y nunca. Nunca creer que las cosas que se derrumban no pueden levantarse de nuevo. Nunca creer que lo triste durará más que nuestras fuerzas. Quizá el problema sea que miramos el cielo por la noche y nos parece que ya no hay demasiadas estrellas. Que algo se apagó hace tiempo y que nada luce igual. Pero no lo olvidéis nunca. No olvidéis hacer brillar vuestros ojos. Que nadie nos quite, nunca, el derecho de iluminar un poquito el mundo."
De repente, se colaron en mi mente imágenes y sensaciones de aquel lugar en aquel momento en el que fuimos al margen del resto del mundo. Me sorprendieron colores y olores de mañanas, tardes y noches que no nos pertenecieron más que durante el caprichoso segundo en el que existieron con nosotros, pero que fueron lo suficientemente vívidos para sentirlos y hacerlos nuestros.
Infinitud.
El alegre nerviosismo que nos invadió entonces inundó de nuevo mi recuerdo. La respiración rápida; la sonrisa traviesa. No pude evitar volver a sentir esa emoción que fue la esencia pura de aquellos días. Sencillos, normales. Cortos, acaso. Insuficientes. Pero al mismo tiempo infinitos. Y hermosos, muy hermosos.
Salitre.
Mis pies, aprisionados ahora en la cárcel de unos zapatos, añoran el frescor del mar, la rugosidad de la arena, el cosquilleo de las olas sobre la piel. Todo era cálido y fresco al mismo tiempo. Y la brisa, la brisa del mar, nos acariciaba con el despuntar del amanecer y con el morir de otra tarde en la playa al contemplar la huida del sol en su persecución del horizonte.
Libertad.
Qué caprichoso es el tiempo, que me ofrece ahora la dulce miel de un pasado maravilloso del que sólo queda un regusto dulce y con un punto amargo. Sin embargo, todo parece increíblemente real, como si nada hubiera sucedido desde entonces; como si, a pesar de la brevedad, hubiera existido a cada instante en nuestra memoria, brillante y deliciosamente presente. Para que así, sin saberlo y casi sin quererlo, pudiéramos hallar hasta el más minúsculo pedacito de la esencia de aquellos días que fueron sólo con nosotros en todos los que vinieran después.
Calor.
Y desde aquí me veo; nos veo paseando, comiendo, bailando, hablando y riendo como si nada más importase, porque así era entonces. Porque era sencillo. No había necesidad de pensar. La única obligación era ser. Disfrutar. Vivir. Nos acompañaba el sol. Fueron días cálidos, por dentro y por fuera de nosotros. El mar estaba en calma, y nosotros lo estábamos con él. Y ahora recuerdo ligereza y arena, suavidad y piel.
Pasé la última página y cerré el libro. Y aunque fue un movimiento corto y carente de todo rastro de gracilidad y artificio, por un fugaz instante volví a ver la tela liviana de un vestido agitada por el viento del verano, enroscándose y cerrándose sobre tu caminar... como aquella última página de aquel libro.
Fue todo aquello lo que me impulsó a soñar con el recuerdo de los días no vividos.
- You don't think about getting old when you're young... you shouldn't.
- Must be something good about gettin' old?
- Well I can't imagine anything good about being blind and lame at the same time but, still at my age I've seen about all that life has to dish out. I know to separate the wheat from the chaff, and let the small stuff fall away.
- So, uh, what's the worst part about being old, Alvin?
- Well, the worst part of being old is rememberin' when you was young.
La visión del valle abriéndose hacia las montañas, de la imponente majestuosidad de esas moles de roca alzándose a tan sólo unos kilómetros de distancia, cubiertas de nieve en su mayor parte. Líneas de picos extendiéndose hasta donde alcanza la vista. Tonos blancos y grises, casi negros desde la distancia. Y más abajo, bosques y campos verdes desplegándose sin miedo por las laderas y más abajo aún hasta desaparecer. El verde domina ese territorio donde bulle la vida. Y más arriba, azul. Radiante, luminoso e intenso, tachonado por multitud de rayos procedentes del sol que tiñen de dorado ese paisaje sobrecogedor.
Y tú, casual y momentáneo observador silencioso de ese retablo de luz, de vida y de color no puedes evitar sentir como si una flor se desperezase en tu interior por primera vez tras el paso del invierno. Parece que sólo hay lugar para la esperanza y el optimismo. El día brilla y tú brillas con él. Porque dejarse llevar suena demasiado bien.
Sabes, sin embargo, que todo es un espejismo. Un preludio que sirve de preparación para lo que está por venir, que será gris, negro, verde, azul y dorado. Todos a la vez, o quizá falte alguno. No lo sabes.
Algo es seguro: eso que ahora contemplas pronto desaparecerá para no volver jamás.
Nostalgia...
Y te preguntas a dónde te arrastrará a ti esa sombra que se cierne sobre las montañas...
Visita lugares en los que nunca has estado, lugares en los que querrías estar, lugares en los que querrías perderte, lugares que consigan hacerte contener la respiración, mirar al cielo, sonreír y emocionarte.
¿Por qué has de viajar?
Por dos razones. Debes viajar para romperte. Hacer de ti cien, o mil, o un millón de pedazos y dejar uno en cada rincón al que vayas, pues ello significará que estuviste allí, que abriste una suerte de paréntesis en el espacio y el tiempo de todos los días para marcharte, cerca o lejos, para conocer otros pueblos, otras ciudades, con los pies ligeros y los ojos bien abiertos. Recorrerás calles, plazas, parques, puentes, bosques, montañas y un sinfín de lugares maravillosos de los que te enamorarás, y no podrás evitar dejar atrás uno de esos pedacitos para que quede constancia, de alguna manera, de que fuiste feliz allí.
Quién sabe si, algún día, quizá decidas volver a alguno de esos lugares para recordar, para recuperar esa parte de ti abandonada en el pasado. Volver para sentir lo que sentiste; volver para emocionarte como te emocionaste. Volver para ser libre otra vez; para ser joven de nuevo. Volver para mirarte desde la prudente distancia que confiere la experiencia y la madurez y sonreír al reconocer en ti al que fuiste antes. Al que siempre has sido.
Debes viajar, también, para convertir cada lugar de este maravilloso mundo en una fotografía que incorporar a tu álbum particular. Sólo así podrás construir una colección de recuerdos digna de ser preservada en la memoria y mostrada a todo aquel que tenga los oídos dispuestos para escucharte.
Pero no sólo debes viajar para recordar. Debes viajar para nutrirte, para tomar de cada tierra por la que camines aquello que te haga más sabio, más inteligente, más feliz, más solidario, más... humano.
Viaja para crecer y ser más rico.
Viaja para soñar.
Viaja para descubrir.
Viaja para perderte.
Viaja para encontrarte.
Viaja para llorar, para reír, para ser feliz.
Viaja para vivir.
Viaja para hacer de la vida una historia que merezca la pena contar.
Pero, por encima de todo, viaja para hacer de tu vida y tu historia un relato que puedas compartir. Para ello necesitas algo esencial, imprescindible, radical: un compañero de viaje. O varios.
La maleta que lleves contigo y lo que porte en su interior es y será siempre secundario. Tu única y exclusiva preocupación deberá ser la de viajar con las personas adecuadas, pues serán ellas, y sólo ellas, las que marquen la diferencia; las que consigan transformar lo cotidiano en algo extraordinario.
Y eso, por extraño que parezca, es a la vez muy fácil y muy difícil de conseguir.
Es fácil porque los requisitos a cumplir no son demasiado exigentes, pero conseguir que todos, o unos cuantos, o sólo unos pocos tengan la suerte de reunirse en ti y en tus compañeros de viaje es caprichosamente complicado.
Asegúrate, de verdad, de llevar contigo cosas así:
Serán indispensables, créeme.
¿Y por qué?
Porque necesitarás reírte, necesitarás hacer el tonto, hacerte pasar por local o por un viajero venido de muy lejos; necesitarás un guía, una cámara de fotos y una mano que la maneje; necesitarás bailar, saltar, correr, gritar como si sólo importase el instante presente; necesitarás vitalidad, energía, alegría, optimismo, solidaridad. Necesitarás a alguien a quien puedas llamar amigo para caminar juntos, para tropezar, para levantaros y apoyaros el uno en el otro cuando las fuerzas y las piernas fallen.
Pero, sobre todo, para vivir juntos.
Viaja. Viájalo todo. Viaja todo lo que puedas y viaja con quien de verdad merece la pena.
Sé libre.
Sé joven.
Sonríe al despertar y con la caída del sol.
Emociónate con los reflejos del sol arrancados en el agua de un estanque, con la sombra proyectada sobre el muro de una imponente catedral, con los colores de un parque al atardecer y con el brillo solitario de la luna y las estrellas en una noche sin nubes en el cielo.
Viaja y deja una parte de ti allá a donde vayas. Viaja y trae contigo un recuerdo de cada lugar por el que camines. Graba cada instante en la retina o en la memoria de una cámara.
Viaja para vivir.
Vive cada momento con intensidad.
Conviértelo en especial.
Y recuérdalo.
Haz del camino un lugar que nunca jamás quieras abandonar... y compártelo con quien de verdad merezca la pena.
Y no olvides que el destino de todo viaje es, precisamente, el camino.
"Tenías miedo de tantas cosas... Hasta de ti misma.
¿Por qué? Yo no lo entiendo.
Pero me alegró verte el otro día. Allí, en la lejanía, en un rincón, estabas tú olvidándote de todo, de todo lo que no era importante, de todo lo que no te importaba, de todo lo que no merecías.
Me gustó verte libre de temores. Sin pensar. Me gustó verte vivir sin más. Sin más preocupaciones. Libre. Dejándote llevar.
Es curioso como tú, permanente insatisfecha, siempre abrumada por las ideas y los sueños, de repente decidiste prescindir de todas ellos y te limitaste a dejarte ir. Capturada en un pequeño pedazo de tiempo que te acunó en lo que a tus ojos fue un segundo y para mí fue eternidad.
Sólo necesitaste un pequeño empujón y después te meciste en aquel vaivén tan dulce que te recordó que las cosas podían ser emocionantes, sorprendentes, diferentes a las que imaginabas en tu cabecita llena de pensamientos incesantes.
Sé que hubieras congelado aquel instante, o acaso hubieras tomado una fotografía para haber podido recordar los detalles, las líneas de cada figura, las aristas de las formas, los colores de los dibujos, el tacto de las texturas y el olor de los movimientos.
En aquel momento no te importó lo que en otro tiempo te daba miedo o te ponía nerviosa. En aquel momento no te importó nada más. Y me hizo muy feliz porque por vez primera me sentí en armonía contigo al verte sonreír.
No olvides aquel rinconcito en el que, escondida, te mostraste de verdad; sin quererlo traicionaste a tu propio mundo para ser auténticamente real. Es allí, a aquel instante, a donde perteneces.
No vuelvas a tener miedo, por favor. No te lo puedes permitir."
«En los mismos ríos entramos y no entramos, [pues] somos y no somos [los mismos]».
Heráclito
Todo cambia, por suerte y por desgracia. Conforme todo a nuestro alrededor se transforma, nosotros lo hacemos también. A veces para mejor; otras para peor, pero siempre de acuerdo a la propia naturaleza del tiempo y de las cosas. No obstante, el cambio es la fuerza impulsora que nos abre las puertas hacia la consecución de nuestros más ansiados sueños.
Cada año es un ciclo que, al concluir, nos enfrenta a nosotros mismos y nos obliga a contemplar todo cuanto tenemos en ese instante: nuestra realidad. Y entonces hacemos balance, e intentamos volver la vista atrás para recordar dónde estábamos la última vez que nos encontramos en esa posición privilegiada.
Es en ese preciso momento, al percatarte de todos los cambios acontecidos desde la última vez, cuando descubres algo que permanece protegido de ese proceso insalvable de metamorfosis del que nada ni nadie puede escapar. A pesar del cambio se mantiene joven en su espíritu y radiante en su corazón. Es diferente, por supuesto, pero en el fondo sigue siendo idéntico al que era antes.
Pocas cosas resultan tan gratificantes como reencontrarse en el camino.
A pesar del cambio.
A pesar de la vida.
Sentir que vuelves a empezar; que retornas al punto cero.
Volver a verte donde te viste, volver a querer lo que quisiste.